martes, mayo 16, 2006

:: un viejo folio

Es como si se hubieran descuidado muchas cosas en la defensa de nuestra patria. Hasta ahora no nos hemos preocupado de ello, limitándonos a hacer nuestro trabajo; pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos inquietan.
Tengo un taller de zapatería en la plaza, frente al palacio imperial. En cuanto abro mi tienda con las primeras luces del alba, veo ya los accesos de todas las calles que desembocan aquí ocupados por gente armada. Pero no son nuestros soldados, sino, por lo visto, nómadas del norte. De algún modo para mí incomprensible han conseguido penetrar en la capital que, no obstante, se halla muy alejada de las fronteras. En cualquier caso ahí están; y parecen ser más cada mañana.
Conforme a su naturaleza, acampan al aire libre, pues aborrecen las casas. Se dedican a afilar las espadas, a aguzar las flechas, a hacer ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila, mantenida siempre escrupulosamente limpia, en una auténtica pocilga. A veces intentamos salir de nuestros negocios y eliminar al menos la basura más conspicua, pero esto ocurre cada vez más raramente, pues el esfuerzo resulta inútil y, además, corremos peligro de acabar bajo los caballos salvajes o ser heridos por las fustas.
Hablar no se puede con los nómadas. No conocen nuestra lengua y apenas tienen una propia. Entre ellos se entienden como los grajos. Todo el tiempo se oye ese graznido de los grajos. Nuestra forma de vida y nuestras instituciones les son tan inconcebibles como indiferentes. Por eso también se muestran reacios a cualquier intento de entenderse por señas. Ya puedes dislocarte las mandíbulas o torcerte manos y muñecas, no te entienden ni te entenderán jamás. Muchas veces hacen muecas, ponen los ojos en blanco y echan espuma por la boca, pero con ello no quieren decir nada ni tampoco asustar; lo hacen porque es su modo de ser. Toman lo que necesitan. No puede decirse que empleen la violencia. Antes de que ellos actúen uno se hace a un lado y les entrega todo.
También de mis provisiones se han llevado más de una buena pieza. Aunque no puedo quejarme si veo, por ejemplo, cómo le va al carnicero de enfrente. Nada más llegarle la mercancía, todo le es arrebatado y devorado por los nómadas. Sus caballos también comen carne; a menudo se ve a un jinete tumbado junto a su caballo y los dos se alimentan del mismo trozo de carne, cada uno por un extremo. El carnicero tiene miedo y no se atreve a poner fin a los suministros de carne. Nosotros nos hacemos cargo, reunimos dinero y lo ayudamos. Si los nómadas se quedaran sin carne, quién sabe lo que se les ocurriría hacer; de todas formas, quién sabe qué puede ocurrírseles aun teniendo carne cada día.
Hace poco, el carnicero pensé que al menos podría ahorrarse el esfuerzo de la matanza, y por la mañana trajo un buey vivo. Que no se le ocurra volver a hacerlo. Me estuve una hora larga en la parte de atrás de mi taller, tumbado en el suelo, cubierto con todas mis ropas, mantas y almohadas con tal de no oír los mugidos del buey, al que los nómadas atacaban por todas partes para arrancarle trozos de carne caliente a dentelladas. La calma ya reinaba hacía rato cuando me atreví a salir; como bebedores alrededor de un barril de vino yacían allí, exhaustos, en torno a los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión creí ver al emperador en persona asomado a una de las ventanas del palacio; normalmente nunca se llega hasta los aposentos exteriores, vive siempre en el jardín más recóndito; pero en aquella ocasión estaba –al menos así me lo pareció– de pie ante una de las ventanas y miraba con la cabeza gacha lo que ocurría frente a su castillo.
«¿En qué acabará todo esto?», nos preguntamos todos. «¿Cuánto tiempo aguantaremos esta carga y este suplicio? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo expulsarlos. El portón permanece cerrado; la guardia, que antes solía entrar y salir marchando solemnemente, se mantiene ahora tras las ventanas enrejadas. La salvación de la patria nos ha sido encomendada a nosotros, artesanos y comerciantes, pero no estamos a la altura de semejante misión ni nos hemos jactado nunca de poder cumplirla. Es un malentendido y será nuestra perdición.»

Franz Kafka (Praga, 1883 - Viena, 1924)

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Tengo que reconocer mi ignorancia sobre Kafka. Sólo he leído "La metamorfosis"... el que debe de haberlo leído bastante es Paul Auster: su novela "En el país de las últimas cosas" se parece sospechosamente a este relato.

12:33 p. m.  

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